Por Alicia Gamondi [i]
Hace
tiempo que los adultos vivimos tiempos complicados.
Es
verdad que no todo tiempo pasado fue mejor. Todos hemos escuchado de nuestros
mayores anécdotas que son ejemplo de sufrimientos de toda índole que cada
familia logró atravesar con mayor o menor éxito, así como hemos vivido modalidades de educación
que no siempre resultaban recomendables y que quizás nos juramos no repetir con
nuestros hijos.
Sin
embargo, la actualidad y sus cambios vertiginosos parecen habernos dejado sin
libretos a la hora de entender lo que se espera de nosotros en la vida y
vivimos con temor y ansiedad la falta de códigos claros que nos permitan
imaginar un futuro previsible y sobre todo esperanzador.
Los
“ataques de pánico”, la sensación de un cansancio que no se disipa con nada, la
irritabilidad y el hastío que atraviesan los vínculos tanto íntimos como sociales, son
algunas de las formas en las que se manifiesta nuestro agobio ante una realidad
que se define por la aceleración y la sobreexigencia.
Así
resulta que, de un lado “lo que tengo que hacer” suplanta “lo que disfruto
hacer” y en el otro extremo, “la amenaza
de castigo” es el recurso al que se apela a la hora en que parecemos haber
perdido “ la satisfacción del bien hacer”.
Ante
este espejo distorsionado, los niños no hacen sino “entender” que la vida es
eso que se les muestra y lo replican (y ya sabemos que los chicos a la hora de
imitar son mandados a hacer y encima lo hacen exagerándolo al máximo). Y ahí la
rueda sigue girando y se retroalimenta en estallidos compartidos con niños
malhumorados, excitados, desinteresados o deprimidos y temerosos, que parecen
incapaces de esperar y de esforzarse.
Ante
tal estado de situación suele ocurrir que los adultos oscilemos entre conductas
(nacidas del cansancio y la sensación de que todo está perdido) del “dejar
hacer” a los niños que pasan a funcionar como reyecitos crueles y enloquecidos, o exigencias ( consecuentes a la furia que
despierta el fracaso de las estrategias conocidas para tratar con ellos) de que
se aumenten los controles y los castigos a toda conducta perturbadora convirtiéndolos en rehenes de la intolerancia de sus mayores.
Decir
que No o decir que SI pueden ser decisiones difíciles de tomar cuando nos
resulta casi intolerable sumar un solo estímulo más a nuestra cotidianeidad.
Por eso suele ocurrirnos que terminamos
diciendo que SI damos un permiso cuando en realidad consideramos que no es
adecuado hacerlo (son muchísimos los padres que traen a consulta su incapacidad
para poner freno a las exigencias de sus hijos en cuanto a consumo, salidas,
etc.) O decimos que NO tenemos tiempo (¿ganas?)
de jugar, o de contarles o de acompañarlos en algo que podría terminar siendo
agradable para ellos y para nosotros y
casi preferimos que se encierren con sus
pantallas y no molesten.
También
es cierto, que gran parte del malestar se sigue de esa sensación de que no hay
nada en nuestro universo que pueda interesarles, que los que “saben” son ellos
(esto es muy notorio en relación a Internet y afines) y terminamos
atrincherados en la protesta o en la ilusión de que no nos necesitan ( tendemos
a descalificarlos o a idealizarlos) sin darnos cuenta de que ellos podrán saber
mucho de técnica pero, aunque no sepan cómo expresarlo muchas veces, siguen
necesitando de los mayores para acompañarlos en el proceso de comprender lo que
las pantallas les muestran y para compartir lo que, eso que ven, despierta en
ellos como emoción o inquietud, como pregunta.
En
otras palabras, los adultos necesitamos volver a sentir que tenemos sentido.
Que los vínculos con nuestros niños son una fuente de aprendizaje para ellos y
para nosotros. Que los chicos son personas a las que se les debe todo respeto y
a las que hay que ayudar a que sepan respetarse y respetar a otros.Reconocer
que existe el derecho a estar triste o enojado o asustado y que eso no es
necesariamente una enfermedad ( y menos aún una que deba ser inmediatamente
medicada!) sino un aspecto intrínseco al hecho de estar vivos.
Empresa
ardua la de la crianza! Pero mucho más llevadera si tenemos en cuenta que no
estamos solos. Salir del individualismo, tanto en lo que tiene de seductor como
en lo que tiene de exigencia, nutrirnos
en el encuentro con otros y enseñarles a nuestros hijos a que apuesten siempre
a compartir responsablemente …
[i] Psicólogo
Psicoanalista. Profesora de la carrera de Especialización de Psicoanálisis con
Niños UCES (en convenio con APBA). Profesora de la materia “Neurosis traumática
y catástrofes colectiva” en la Maestría de Patologías del Desvalimiento en
UCES.