* Lic. Ariana
Lebovic
“Con lo que juegan los niños es con la historia”.
G. Agamben
Se podría decir que jugar es patrimonio de la
infancia.
Si algo caracteriza a los niños es que juegan.
El juego como constitutivo de lo humano porta un sentido, inscribir
la subjetividad ya que permite la elaboración e historización, pero además es
en el acto de jugar que la subjetividad se inscribe y desarrolla. Al jugar el
niño se vuelve creador, hace activo lo vivido pasivamente, elabora vivencias,
se identifica con los adultos a través de imitar roles o gestos, incorpora
normas y reglas, se socializa.
Desde el psicoanálisis (Freud: 1920, Winnicot: 1971) se considera al
juego como una actividad que produce una
transformación en quien la realiza. El juego tiene una función de
estructuración subjetiva. En la experiencia del fort-da (Freud:
1920) el niño inventa un juego que le permite sortear lo doloroso de la partida
de la madre y convertirse en dueño de la situación. Mediante ese juego el niño
no solo domina el dolor sufrido por la separación de su madre, sino que la
renuncia que realiza da origen a la repetición del juego que provoca un plus de
placer.
La posibilidad de jugar permite despegarse de la madre pero también
armar su propio espacio-psíquico. En este sentido el jugar es una ganancia
psíquica para el niño; En cuanto puede dominar lo pulsional, y
aprehenderse como sujeto tolerando la frustración que le genera la renuncia al
objeto haciendo activo lo sufrido pasivamente. Esto junto con una ganancia de
placer que obtiene por medio del juego a través del cual puede experimentarse creador.
Simboliza la ausencia.
Juega, no solo a superar esa indefensión en la que la madre parece
dejarlo sino a desaparecer él mismo: juega a que él es el carretel y desaparece
para su madre. Renuncia a ser todo para ella y a la vez el juego le permite
transformar una realidad que le resulta displacentera en una experiencia de
placer donde se hace sujeto. Allí el juego produce una ganancia: el desarrollo
de la subjetividad que se da en un proceso.
Pero para que el niño pueda jugar a ausentarse y no ser todo para la
madre, ésta debe poder prepararlo para su ausencia. El niño logrará simbolizar
la ausencia si ha tenido previamente una experiencia de presencia eficaz hecha
de marcas, inscripciones de vivencias placenteras con el cuerpo, el gesto, la
voz, el olor, y el calor del Otro materno (o aquel que realice su función). Es
porque previamente hubo una buena experiencia de fusión que luego podrá transitar
sin demasiados sobresaltos el proceso de separación.
Winnicott (1965) propone una conceptualización del desarrollo
emocional del lactante que tiene como base un ambiente facilitador compuesto
por la madre, o aquella que realice la función de satisfacer las necesidades
del mismo adaptándose empáticamente durante un período al que el autor llama
preocupación maternal primaria o devoción materna. En un inicio la dependencia del bebé es
absoluta, no hay diferenciación yo-no yo, él y su madre integran una unidad
relacional y el yo de la madre funciona como yo auxiliar del bebé. La
adaptación de la madre entregándose a la única tarea de cuidar a su bebé
promueve en él la capacidad de relacionarse con objetos subjetivos y de
vivenciar la experiencia de la omnipotencia, experiencia que consiste en la
ilusión de que él crea y encuentra al objeto. Fase de ilusión necesaria en la
constitución del psiquismo ya que a partir de esa experiencia el infante
empieza a creer en la realidad externa que se comporta como por arte de magia.
La madre suficientemente buena es capaz de satisfacer las
necesidades del infante y de hacerlo tan bien que el infante cuando emerge de
la matriz de la relación infante-madre, puede tener una breve experiencia de
omnipotencia. En cambio cuando no hay un quehacer suficientemente bueno el
infante es incapaz de iniciar la maduración del yo, o bien el desarrollo del yo
queda necesariamente distorsionado en ciertos aspectos vitalmente importantes. En esta etapa el bebé es un ser
inmaduro que está al borde de angustias inconcebibles (caer interminablemente,
fragmentarse, no tener ninguna relación con el cuerpo, no tener ninguna
orientación) que solo la madre o quien
ocupe su función puede mantener a raya gracias a su capacidad de darse cuenta
de lo que este necesita a través del manejo general del cuerpo, y por lo tanto
de la persona. En el inicio el bebé está en un estado de no integración
caracterizado por la dependencia absoluta y
bajo el predominio de angustias inconcebibles que son la materia prima
de las angustias psicóticas. El buen manejo del infante por parte de un
ambiente suficientemente bueno permite al bebé el desarrollo de la maduración a
través de la integración de las experiencias corporales en una unidad
psicosomática sin tener que experimentar
reacciones que pongan en riesgo la continuidad existencial.
El buen sostén ambiental facilita el desarrollo del Yo, la
integración psicosomática, junto con las relaciones de objeto, siendo estos
subjetivos en la etapa temprana de no discriminación yo-no yo para ir
adquiriendo transicionalmente, a medida que avanza el proceso de maduración las
características reales de la realidad objetiva. Estas adquisiciones del
desarrollo promueven el pasaje de la dependencia absoluta a la dependencia
relativa.
“Las fallas en la confiabilidad del ambiente en las etapas tempranas
producen en el bebé fracturas de la continuidad personal a raíz de las
reacciones ante lo impredecible. Estos sucesos comportan una angustia
impensable o el máximo dolor (…) Todas las fallas (que podrían producir
angustia inconcebible) generan una reacción del infante y esta reacción corta
el “seguir siendo. Si el reaccionar que quiebra el “seguir siendo” se reitera
persistentemente, inicia una pauta de fragmentación del ser. El infante con una
pauta de fragmentación de la línea de continuidad del ser tiene una tarea de
desarrollo que casi desde el inicio se inclina hacia la psicopatología” [Winnicott, 1967]
La capacidad de jugar
se desarrolla en ese espacio llamado transicional, zona intermedia de
experiencia entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva, zona que en la
edad adulta quedará reservada para las experiencias culturales, el sueño, y el
arte. Es a través del juego como se va subjetivando la realidad.
El juego le permite
al niño transformar su propia realidad pero también repercute sobre lo que está
afuera pues cuando juega lo hace apoyado sobre el espacio exterior, lo utiliza
y en ese momento todo se transforma. El juego es el trabajo psíquico de la infancia por
excelencia, por medio de este el niño se hace creador, sujeto de experiencia y
elabora psíquicamente deseos, angustias, identificaciones, ideales, miedos.
Jugando se entra a la vida y se pasa de ser juguete (objeto) del
Otro a jugador (sujeto).
Si todo va bien, el juego transcurrirá por diferentes etapas: Desde
el “dónde está acá está” donde se elabora lúdicamente la angustia de separación
de los Otros primordiales, al “dale
que...” invitación a jugar en un pretérito imperfecto a través del cual los
niños fantasean el mundo de los grandes con el cual sueñan y se identifican.
Para pasar a los juegos reglados que
marcan otro tiempo de la niñez, el de las normas compartidas y la
socialización.
En este sentido el jugar no es una sumatoria de acciones sino que
estructura y organiza la subjetividad. La
observación del jugar de un niño nos permite acceder al grado de estructuración
subjetiva en que se encuentra; esa es una de las razones del lugar tan valioso
que tiene dentro del
psicoanálisis de niños.
En este sentido el psicoanálisis de niños no es una
ludoterapia, como muchos erróneamente suponen, sino que a través de la
observación del juego podemos pensar en qué trabajo psíquico está
ese niño, su relación al lenguaje, si puede diferenciar
entre fantasía y realidad, si puede jugar sin sentir que se confunde o se
desintegra, cómo juega, a qué juega, qué lo ocupa en el momento en que se nos
consulta. El juego allí funciona como un operador lógico, y en este sentido
tiene un valor diagnóstico fundamental pues es en el acto de jugar que
se constituye la subjetividad. Por eso mismo es tan importante a la hora
de evaluar las problemáticas en la estructuración psíquica poder diferenciar si
se trata de un juego detenido, inhibido o de la ausencia de juego que indica
fallas importantes en la constitución subjetiva.
O. Mannoni (1969)
toma la idea del juego infantil en cuanto a su valor de representación o “como
si” pero también en cuanto a su valor de
creencia inconsciente. El niño juega sabiendo que está jugando y aún así se
toma en serio eso que representa. Por medio del juego desarrolla escenas a
través de las cuales va construyendo su fantasma a la vez que se posiciona como sujeto valiéndose del objeto.
Implica un grado de estructuración psíquica en el que la división
intersistémica ya está organizada a partir de la represión primaria, está en
juego la negación junto con la ficción simbólico-imaginaria. Si no fuera así el
niño estaría en una realidad puramente fantasmática,
y entonces eso no sería un juego. En la
tópica psíquica hablar de juego implica la dimensión de la falta, y por lo
tanto alude a la castración. Se podría decir que la ficción opera
imaginariamente sobre una falta, señalando un lugar sin por ello ocuparlo. El
juego señala un objeto sin confundirse con el mismo, cuando el niño juega sabe
que está jugando. La condición de la escena es que no sea de verdad porque si
esta función fracasa lo que aparece es la angustia. Dimensión que muestra lo que no puede ser dicho en tanto real y que no
encuentra aquello que lo vele para hacerla “pasar”. Cuando la ficción sostenida
en esta diferencia está desvanecida los fantasmas no son de jugando, son de
verdad. En esos casos la función del análisis es reinstalar la ficción
desvanecida.
Según Mannoni en la patología grave no se
constituye la ilusión como otro escenario (juego, sueño) sino que es eso,
y con eso no se juega.
“...Y
hay niños que pierden la dimensión del juego y se confunden con la escena. Quedan como “tragados por la escena” (como
esos actores que no pueden desprenderse del personaje). También hay situaciones
en las que fantasía y realidad se confunden. Deja de ser un juego” [Janin,
1995]
Se considera al
juego no como una mera acción, sino como aquella acción que produce una
transformación en quien la realiza.
Más que una
actividad divertida el juego opera como una función de estructuración del
sujeto, hace nacer la estructura. Así como jugar no significa sumar acciones,
hacer uso del lenguaje no significa repetir palabras como autómatas, sino
posicionarse respecto del discurso pronunciado, ocupar un lugar en él y ejercer
la posibilidad de jugar con la lengua.
En la medida en que un juego dice instala una palabra cuenta una
historia, también construye un límite, pone una barrera. El chico puede así
sustraerse de cierto lugar que ocupa en relación a la problemática familiar. A
la vez que se apropia de su sufrimiento, se abastece de recursos para
arreglárselas con él.
El lenguaje ya
está cuando un sujeto nace pero esta preexistencia no garantiza la existencia
de un sujeto hablante. Se trata de una posición que se construye al igual que
la posición en el juego constituye al sujeto.
Si el adulto ayuda
al niño a poner en acto lo silenciado o lo rechazado a través del juego, el
sufrimiento se transforma. Estamos allí para que lo obturado sea habilitado
para subir a escena. Para que se monte la maquinaria lúdica con su plus de
placer, placer de juego que permitirá elaborar lo detenido, lo que angustia en
su no tramitación. Se tratará de ayudar, prestándose al juego, a elaborar la
angustia.
La apuesta del analista a abrir la
partida implica la creación de un espacio transicional a través del cual el
niño valiéndose de juegos y juguetes pueda representar la alternancia de
movimientos de alienación-separación de aquellas marcas de la trama familiar
enlazadas a su historia. Los juegos y juguetes servirán de apoyo a través de
los cuales el niño podrá representarse y representar sus fantasmas, y de esta
manera separarse. El analista lo acompañará en ese trayecto donde el jugar
será el lugar de encuentro, espacio transicional en el que se pueda poner en
juego la presencia del objeto.
Si allí donde hay juego hay niño entonces, jugar es cosa seria.
* Lic. En Psicología (U.B.A). Concurrente en
Psicología Clínica. Especialista en Psicoanálisis de niños (UCES). Miembro de
la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires.