Por Lic. Ariana Lebovic[i]
En los últimos 20 años ha sido creciente la tendencia de
trasladar problemas inherentes a la vida hacia el campo médico. Cuando
problemas que están por fuera del área de la medicina son definidos en términos
de trastornos y abordados como problemas médicos estamos ante un proceso
llamado medicalización de la vida.
En el caso de niños y adolescentes cuando características
como la tristeza, el movimiento, la dispersión, la timidez, los caprichos, la
transgresión o la rebeldía, que son esperables que ocurran en algún momento pues
son propias de la constitución subjetiva y del desarrollo psíquico de acuerdo a
la etapa evolutiva por la que el niño o niña esté atravesando, son
interpretadas como conductas patológicas nos encontramos con lo que hoy muchos
llamamos la patologización de la
infancia.
Chicos que se distraen o que no pueden quedarse quietos,
pasan a ser catalogados como ADD o ADHD, chicos rebeldes pasan a llamarse
Oposicionistas Desafiantes, niños con cierta timidez frente a lo desconocido
rápidamente pasan a ser fóbicos para la mirada de muchos adultos que necesitan
enmarcar cada comportamiento en un cuadro diagnóstico.
Hay una pasión por
clasificar, por catalogar y entonces vemos cómo la infancia toda pasa a estar
bajo el imperio de manuales diagnósticos.
La mirada sobre la infancia se ha transformado en una
búsqueda permanente de desvíos de una supuesta norma ideal con el riesgo de
olvidarnos de las características propias del ser infantil en los tiempos que
corren. Se reduce la infancia a un modelo universal ante el cual cualquier
manifestación que se corra un poco de la media esperable, es considerada un
déficit, un trastorno o una conducta patológica que pasa a incorporarse a la
vida del infantil sujeto quien se hace portador de ese sello o etiqueta.
El riesgo que el niño se haga portador de la etiqueta es que
pase a identificarse con ese atributo que al modo de una creencia se incorpore
como parte de su identidad. Que su subjetividad quede opacada bajo el velo de esa
representación única, que como un ropaje lo vista, lo nombre, diga quién es él,
y le otorgue una definición, rechazando otras cualidades, virtudes o atributos de
sí mismo que deslucidos, queden a la sombra. El riesgo es que el niño crezca
con la vivencia que eso que le pasa, que puede ser algo transitorio, que puede
ser un síntoma o una característica de un tiempo particular en un contexto
particular, pase a formar parte y fijarse como un rasgo de su identidad
imposible de modificar.
Por supuesto que hay chicos o adolescentes que sufren, que presentan síntomas y que
requieren de nuestra atención y de nuestra ayuda. Es por eso tan importante que
quien tiene la responsabilidad de hacer un diagnóstico pueda pensar que el niño
es una persona que se encuentra en un proceso de crecimiento, atravesado por el contexto que le tocó vivir,
inserto en una familia y con una historia particular. Los malestares psíquicos
son resultado de múltiples factores entre los cuales las condiciones
culturales, la historia de cada sujeto, las viscisitudes de cada familia, la
biología y los avatares del momento actual se combinan dando lugar a un
resultado particular. Y la tolerancia de una sociedad al funcionamiento de los
niños se funda sobre criterios educativos variables y sobre una representación
de la infancia que depende de un momento histórico particular y de la imagen
que tiene de sí mismo cada grupo social.
No es lo mismo pensar los diagnósticos como sellos indelebles,
inmodificables, que pensarlos como
guías, como brújulas que orientan el trabajo del profesional.
No es lo mismo pensar los trastornos en la infancia como
algo dado, heredado, que pensar la infancia como un proceso en el cual hay
movimiento, apertura, que el psiquismo es dinámico y está abierto a los
intercambios y que hay intervenciones oportunas que pueden producir
modificaciones y reorganizaciones en sujetos que presentan dificultades en su
constitución subjetiva.
Los diagnósticos se construyen en un devenir que se va
modificando ya que tanto el trabajo profesional que se va realizando con el
niño, con los padres e incluso con la escuela junto con el proceso de
maduración propio del crecimiento del chico, van a poder ir cambiando las
condiciones de partida, lo cual podrá posibilitar movimientos fundantes en esa
subjetividad en ciernes.
Un diagnóstico jamás debería reducirse a un sello o una
etiqueta.